Las recientes movilizaciones populares son evidencias de lo –aparentemente– fácil que puede ser romper –o al menos desobedecer– el orden vigente. Para asegurar la persistencia de estas aperturas, conviene tener clara la batería de mecanismos en los que se fundamentan las normas y la disciplina social. Esto podría dificultar la vuelta a la tranquilidad que políticos y empresarios reclaman. Aquí abordamos la universidad como espacio privilegiado de negocio y de producción de saberes y legitimidades.
- Ilustración: ISA
Llevo muchos años en la universidad y ahora, en el momento de ir dejándola, sigo sin entender bien qué es y de qué va. Esa universidad señoritil y avejentada, fidelizada por la miseria y el patronazgo, la veo ya convertida en un campo de ruinas, cuyo solar se va sembrando febrilmente con modernos containers de obra.
No es sólo la universidad. La política económica y social que ahora la engloba predica competitividad, productividad, normatividades universales que imponen al individuo la sumisión, y a las instituciones la “modernización”... de la ruina en este caso. La universidad tiene que adoptar una estructura empresarial, una dirección profesional abandonando un rancio –sin duda– autogobierno asambleario y extraer recursos de su integración en el sector productivo. En la era de las generalidades indiscutibles todo individuo tiene derecho, y aun deber, a consumir –se supone–, y a sus caprichos y sentimientos personales más caóticos; pero debe someterse cuerpo a tierra a la homologación y normalización. Nuevas formas de dominación regulan nuestra vida desde dentro, relegando las formas antiguas –más brutales, pero externas y por tanto más ocasionales– a los bordes.
La independencia de la universidad, tan cacareada, hace tiempo es ficticia; ahora se pretende que ‘solo’ se atenga a normas abstractas. ¿Y quién es el que controla los contenidos reales de las abstracciones? Pero, sobre todo, la universidad representa hoy, como el Estado mismo, un recurso inexplotado. Los bancos ya tienen un nuevo grupo de acreedores en las universidades españolas, incluidos sus estudiantes abocados al supernegocio de las becas-préstamo. Mientras tanto, la Iglesia toma la universidad como arma específicamente indoctrinadora y nuevo campo de financiación y negocio.
El tan discutido Plan Bolonia para homologar las titulaciones de las universidades europeas tiene un propósito técnico plausible. Pero se inscribe en un proyecto global cuya base es la reproducción ampliada de la desigualdad socioeconómica y territorial. Y de hecho esa homologación ni se pretende en las políticas fiscales, sociales, financieras, mucho más urgentes. Para colmo, esa implantación en una universidad miserable como la española se pretende a coste cero o inferior. La aplicación de una normativa homogeneizadora se supone que va a hacer gratis el milagro; pero ese tipo de generalización de la norma burocratiza y vacía, generando a la vez una serie de efectos perversos. La generalización se convierte entre nosotros en una forma de negación de la realidad, como lo es, sin paliativos, la modernización en el vacío de una cultura inerte.
Estamos produciendo investigación basura en masa subvencionada con calderilla bajo un control burocrático que pareciera hecho para que los investigadores tengamos por fin algo que hacer. Se exige a la universidad una cuenta de resultados calcada de modelos empresariales que quieren ignorar de salida lo que es. Y así se ‘excelencian’ instituciones que infraviven bajo mínimos, mientras faltan v.g. las condiciones básicas para una investigación duradera de calidad. O se pretende que ésta se reduzca a unos pocos think tanks promocionados. Se nos somete a normas homogéneas de objetivos, medios, procedimientos, que en filosofía –por hablar de lo mío– pueden resultar curiosos, a no ser que eso sea un indicio de qué tipo de filosofía es el que tenemos que hacer en la universidad. Pero lo previsto o, más bien, presupuesto desde el principio bajo el ridículo nombre de “excelencia” es la construcción sistemática de la desigualdad, la ignorancia de masas y el saber servicial de las élites interesadas.
La universidad es un dispositivo paraestatal que ha perdido importancia como normalizador político de los saberes y como lugar controlado de producción simbólica. Los media la destronan y la fagocitan en una opinión pública depauperada. También el establishment es cada vez más incapaz de asumir saber de cualquier tipo, como enseña brillantemente la clase política y económica del país. En cuanto al humanismo de cátedra, asediado por sus simulacros en el discurso social de los políticos, de la responsabilidad social y de las intervenciones humanitarias, no es ya ni creíble en un mundo a cara de perro, al que hasta ahora había servido más bien de tapadera. Es la hora del bellum omnium, también llamado, en versión soft, “competitividad”. No hacen falta ciudadanos, sino competidores/consumidores. Es la hora del negocio con la universidad, de la depauperación cultural y una efectividad contable inmediata.
Quien se haya creído la milonga de una universidad au dessus de la melée, quien haya colaborado confundiendo el servicio al saber con una canonjía vitalicia, ahora se encuentra con que le piden cuentas los señores adustos a quienes sirvió tan fielmente. En vez de engolarse en protestas que uno mismo ha hecho inofensivas, ¿no será mejor preguntarse cómo se ha llegado hasta aquí –y cómo se llegará aún más allá–?
Todo el mundo del trabajo se halla sometido en este momento a una implacable lucha de clases desde arriba, de la que hasta ahora los profesores nos creíamos altruistas exentos. Se trata directamente de someternos en la universidad –por de pronto simbólicamente– a la misma nueva disciplina, control y penuria a las que está siendo sometida toda la población trabajadora y de hacerlo con el mismo tipo de norma: cuanto más abajo, más dura. En un país como España, en el que aún predomina la universidad pública, los estudiantes no sólo han ido padeciendo el desmantelamiento progresivo de las pocas infraestructuras de apoyo con que contaban, sino que ya pagan la tercera parte de su enseñanza, sobre todo por efecto del nuevo tercer ciclo de maestría.
No veo a los docentes encabezando ni apoyando la revuelta. Los profesores estamos demostrando ya que, como cualquier hijo de vecino –e incluso más y más cutremente–, tratamos de capear lo mejor que se pueda, cuando no de aprovechar, la nueva coyuntura. La universidad está no sólo en sus aulas, sino en el control recíproco entre colegas, en unas convenciones muy cerradas sobre temas y sobre modales, en una “distinción” social –como decía el maestro–, a las que no escapa nadie desde el mismo acceso a la profesión. Mal punto de partida.
Sólo se me ocurre una salida para la universidad, tan improbable como necesaria. Rehacernos desde abajo como mentalidad y como estructura. Salirnos a tumba abierta del tinglado a la boloñesa. Repensar la investigación y la docencia, si conseguimos la rabia y el orgullo que contrapesen la ambición y la corrupción moral que ahora minan y hacen la universidad invivible.
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