La ética como regulación del derecho y la democracia como proyecto ético-político (Juan Pedro Viñuela)
Ni la ética se reduce al derecho ni a la inversa. Pero tampoco son
ajenas. Existe una relación histórico-sistemática entre ambas. No hay
ética sin derecho ni derecho sin ética. El derecho, enunciado de forma
positivista, podríamos entenderlo como la normalización de la ética o
conjunto de normas que hacen posible la convivencia. Pero, aún así, ni
el derecho agota la ética, ni la ética el derecho. Lo que sí podemos
decir es que el hombre es un animal social y necesita de normas para
sobrevivir, como dijera Kant, “hasta un pueblo de demonios necesita de
sus leyes…” El derecho es la plasmación positiva de la ética. Ahora
bien, el objetivo del hombre es una ética universal. Pero para poder
tener una ética universal, o buscarla, tiene que ser, como diría Adela
Cortina, una ética de mínimos. Unos mínimos exigibles y consensuados por
el diálogo comunicativo entre seres racionales que coinciden con todas
las diversas morales existentes. En cuanto nos vayamos a unos máximos
empezarán las diferencias. Y por eso el marco político de organización
social que haga posible esta ética y que se plasme en el derecho es la
democracia. Por eso, tanto la ética, como el derecho, como la democracia
son conquistas del hombre. Conquistas en las que el hombre se ha ido
autoconociendo o reconociendo o inventándose o construyéndose. Y por eso
constituyen una forma de vida.
Y, también, por este motivo, la
democracia es contraria al pensamiento utópico. La utopía es producto de
un pensamiento cerrado y acabado. Mientras que la democracia surge del
pensamiento en creación, en diálogo, inacabado. La democracia se va
haciendo y obedece a la ley de la entropía, si no se la persigue y
perfecciona continuamente, degenera. Lo característico del pensamiento
utópico es un pensamiento ya construido, que se cree conocedor de la
historia y, por tanto, de su devenir y, por ello, puede marcar y
delinear el futuro. Este pensamiento es excluyente, elimina al disidente
y acaba en totalitarismo. Por el contrario, el esfuerzo de la
democracia es la búsqueda de la universalidad, pero no la imposición de
mi supuesta creencia universal. La democracia debe de ser capaz,
mediante su reglamentación jurídica, de dar cabida a todas las
expresiones éticas, siempre y cuando cumplan los mínimos exigibles. Pero
es aquí donde se suscitan las mayores cuestiones. ¿Cuáles son esos
mínimos exigibles? Yo creo que la cuestión está clara desde la
Ilustración y que en lo que consiste el asunto es en proseguir con el
proceso inacabado de la Ilustración. Me refiero a la concepción del
hombre como sujeto. Cosa que viene formalizada en el imperativo
categórico kantiano en su más suculenta formulación: obra siempre de tal
forma que consideres al otro como un fin en sí mismo y no como un
medio. Es decir, que aquí lo que se nos está definiendo es el concepto
de persona. La persona es un fin, por tanto, un sujeto, alguien como yo.
Por eso me hace falta la empatía para reconocerme en el otro y actuar
moralmente, ser capaz de ver su alegría o su sufrimiento. Es decir, que
la persona es un sujeto, por ello tiene dignidad y, en tanto que tiene
dignidad, es persona. De todo ello se desprende que es merecedor del
máximo respeto, lo que implica que no puede ser instrumentalizado. Pues
bien, esta base ética es la que debe defender políticamente la
democracia y jurídicamente el derecho. Ahora bien, esto implica que la
democracia no es sólo una cuestión formal, sino de contenido. La
democracia es una forma de vida, algo que ya inventaron los griegos y
que redescubrimos, pero que debe ser guía de nuestros principios y
acciones, de nuestra ética, porque es la ética mencionada la que la
alimenta, pero sin esfuerzo, ni compromiso, todo se viene abajo. Esto,
por un lado, es decir, en lo que compete al ciudadano. Y, en cuanto a lo
que compete a los poderes e instituciones pues también están sometidos a
una misma ley, como hemos dicho, la de no instrumentalizar. Cada vez
que cualquier forma de poder o institución nos toma como instrumento,
nos mediatiza, nos convierte en objeto, está destruyendo la democracia.
Pero aquí viene algo muy importante. Cuando esto ocurre en una sociedad
que se llama a sí mismo democrática es necesario actuar de inmediato. Y
la forma de actuar es la desobediencia civil, porque en definitiva el
poder, cuando nos mediatiza, se convierte en una tiranía. Y contra la
tiranía es legítima la desobediencia civil; eso, si queremos conservar
la democracia. Por eso en la sociedad actual, en la española, es
necesario un proceso constituyente para recuperar la democracia.
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