La izquierda clásica ha considerado siempre que las
dos mejores herramientas de lucha las conforman los sindicatos de clase y los
partidos políticos. Los primeros, porque pueden resistir los embistes de los
empresarios que tratan de deteriorar las condiciones laborales de los
trabajadores en aras de la maximización de beneficios y, cuando se dan las
condiciones, incluso pueden arrancar del empresario conquistas en materia de
derechos laborales. Los segundos, porque aspiran a acceder a un poder desde el
que cambiar el corpus jurídico que regula desde el acceso a los servicios
públicos hasta el proceso de negociación laboral. Tanto los partidos
socialdemócratas como los comunistas, pasando desde luego por los proyectos eurocomunistas,
han suscrito esta estrategia.
El marco en el que estas estrategias han operado
hasta ahora ha sido el llamado Estado de Derecho, que en España se ha
cristalizado en el orden constitucional del 78 y que garantizaba poder de
negociación a los sindicatos así como determinadas conquistas sociales en
materia de servicios públicos y derechos civiles. Estas instituciones han
determinado desde entonces el terreno de juego en el que se ha llevado a cabo
la lucha de partidos y sindicatos de izquierda en este país.
Pero en las últimas décadas se han dado dos
fenómenos importantes que han modificado las condiciones en las que lo anterior
tenía sentido.
En primer lugar, la globalización económica ha
reducido la capacidad de los parlamentos para gestionar las relaciones
económicas, hasta el punto de que hoy el propio Congreso se ha convertido en un
teatro de sombras. Los partidos de izquierdas participan, entonces, en un
proceso democrático formal pero que carece de la sustancia necesaria como para
posibilitar cambios importantes a nivel económico.
En segundo lugar, la aplicación de las políticas
neoliberales desde los años ochenta ha modificado la propia naturaleza del
modelo de acumulación capitalista. El resultado ha sido lo que se ha denominado
postfordismo, o modelo de acumulación flexible, y que se ha caracterizado por
la terciarización de la economía (un importante crecimiento del sector
servicios) y unas relaciones laborales de alta precariedad. Este fenómeno ha
conducido a una mayor debilidad de los sindicatos de clase, los cuales han
tenido que desarrollar su lucha en un mercado de trabajo dual y con una
generalizada desconfianza por parte de los trabajadores precarios.
En el actual contexto de globalización económica, y
sumidos en una Gran Depresión que las grandes empresas y los grandes bancos
están utilizando para desmontar todos los servicios públicos y derechos
laborales, se están dinamitando todas las normativas que regulan las relaciones
laborales. De hecho está comenzando de facto un nuevo proceso constituyente con
el ADN del ultraliberalismo. Así las cosas, para la izquierda es una estrategia
suicida continuar con los mismos mecanismos de lucha que hace 30 años.
Por eso es una magnífica noticia que, para comenzar,
la huelga general del próximo 14 de noviembre se presente con una configuración
distinta. Los movimientos sociales, habitualmente desconectados de la lucha
sindical, han sumado sus fuerzas para lograr paralizar el país en un momento en
el que la simple denuncia de la regresión absoluta que están llevando a cabo
los poderes económicos es casi revolucionaria.
Sin duda debemos enterrar toda idea de que la
instauración de una verdadera democracia, más allá del mero aspecto formal que
hoy decora nuestro sistema político, puede lograrse sólo desde la coordinación
de lucha entre partidos y sindicatos. No ya, y no en el actual contexto.
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