Hace ahora casi una
semana varias decenas de ciudadanas y ciudadanos se detuvieron en una
calle de Mérida (Extremadura) y seis días después siguen sin moverse. No
se trata de una parálisis colectiva ni de un lento retrato de grupo.
Aunque comen allí, no es un pic-nic. Aunque duermen allí, no es una
excursión. Aunque beben allí, no es un bar. Aunque viven allí, no es una
vida. Se hacen llamar Campamento Dignidad y están señalando una puerta.
No es cómodo ni divertido, pero es sin embargo un gesto digno: lo que
se llama una protesta. Pertenecen a la Plataforma por la Renta Básica y
la puerta que señalan es la del Servicio Extremeño Público de Empleo,
fachada de las políticas de empleo de la Junta de Extremadura. Exigen
dignamente dignidad para los 180.000 parados extremeños; exigen -es
decir- empleo público y renta básica o, lo que es lo mismo, las
condiciones mínimas para que un ser humano se convierta en un ser
humano. O más exactamente: en un ciudadano.
Las revoluciones
árabes ciñeron todas sus demandas en la palabra “karama”, “dignidad”. Es
sin duda una palabra bien elegida, la cifra donde cristalizan todas
esas demandas, sociales y políticas, que resumen la autodeterminación de
la existencia: alimentación, vivienda, sanidad, educación, información,
capacidad de decisión, libertad de movimiento, y ello con independencia
de que se tenga o no un trabajo. Esas son las condiciones materiales y
políticas de la dignidad humana y si no se tienen, si se nos roban, si
se nos escatiman o se nos limitan, la dignidad consiste entonces en
rebelarse, protestar, señalar colectivamente las puertas cerradas, las
fachadas engañosas, los parlamentos vacíos. España -escribía hace poco-
es cada vez más “una dictadura árabe”. Los compañeros de Mérida, con su
gesto digno en pos de la dignidad, forman parte de esa marea
anti-dictatorial cuyo oleaje baña ya otros continentes posibles. Han
acampado en la lucha y beben, comen y duermen en la plaza común. E
incluso se sientan de pie.
Un abrazo y toda mi solidaridad desde Túnez.
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