Consideraciones sobre "El recinto Weiser, primera parte de La verdadera historia de Matías Bran", de Isabel Alba
Javier Mestre
Para dedicarse a eso que la teoría viene llamando realismo social
es necesaria una actitud de modestia, de apagamiento del ego,
imprescindible cuando se trata de meterse en la piel de los otros.
Generalmente, los escritores somos gentes de la clase media cuanto
menos, porque el conjunto de destrezas y conocimientos imprescindibles
para afrontar la ardua tarea de construir una novela suelen ser
patrimonio de los sectores privilegiados de la sociedad. De ahí que para
escribir desde la piel de aquellos que se encuentran en la distancia
social sea imprescindible trabajar con una actitud adecuada que impida
vicios malsanos como el paternalismo o la proyección de complejos en
lugar de una auténtica empatía.
Curiosamente, realismo social es una etiqueta que se circunscribe a una narrativa especializada en mostrar a “los de abajo”, tomando el título de la conocida novela mexicana. No es una literatura obsesionada por algo así como “la realidad”, por la descripción minuciosa o el puro testimonio. Es literatura cuyo tema esencial es la lucha de clases, y vista, además, desde el punto de vista de los oprimidos; un tema poco frecuente y, por cierto, muy desprestigiado en el mercado literario actual. El realismo social no es el camino más adecuado para alcanzar la gloria literaria, aunque también es cierto que precisamente no casa nada bien con ninguna forma de egolatría.
Curiosamente, realismo social es una etiqueta que se circunscribe a una narrativa especializada en mostrar a “los de abajo”, tomando el título de la conocida novela mexicana. No es una literatura obsesionada por algo así como “la realidad”, por la descripción minuciosa o el puro testimonio. Es literatura cuyo tema esencial es la lucha de clases, y vista, además, desde el punto de vista de los oprimidos; un tema poco frecuente y, por cierto, muy desprestigiado en el mercado literario actual. El realismo social no es el camino más adecuado para alcanzar la gloria literaria, aunque también es cierto que precisamente no casa nada bien con ninguna forma de egolatría.
Ocuparse de la lucha de clases hace de la literatura un instrumento de conflicto, la coloca ahí, en medio del campo de batalla. ¿De qué sirve tomar las voces sepultadas por la pirámide social? Básicamente, es un ejercicio de dignidad cultural. Levi-Strauss definía la cultura como sistema de intercambio simbólico, como mundo de textos compartidos. Y ahí exactamente es donde se ubica la literatura. Teniendo en cuenta esta interesante noción, podemos ver claramente la cultura de la sociedad capitalista como un sistema de opresión cultural donde los valores que se comunican son, en una mayoría aplastante, los de la minoría dominante. Y en esa batalla es donde hallamos el sentido capcioso que tiene la clase media, como tinglado sociológico actual que representa una falsa normalidad alumbrada de lapsus que por momentos muestran abismos de injusticia. La literatura actual está sembrada de las seguridades y derechos de la clase media, maniqueamente opuestos a las maldades del lumpen y del ser humano en general, reconstruido en el imaginario dominante como un monstruo incorregible y repugnante. Las escasas aproximaciones narrativas al discurso de la mayoría que no lee, que sólo trabaja o está en el paro, suelen estar cargadas de la impostura de quienes en el fondo de su corazón se creen un peldaño por encima. Si no hay una lucha de clases cultural, es imprescindible crearla. Las voces y los valores apagados por el clamor dominante, que se sustenta en la privatización oligopolística del espacio público, de la cultura propiamente dicha, tienen que emerger. Y para ello es imprescindible la literatura, la elaboración minuciosa de discursos que funcionan como contrapeso y como espuela para el ánimo porque legitiman esos otros valores, les dan la dignidad de una existencia cultural contra viento y marea.
La crítica con frecuencia denuesta la literatura que encaja en la etiqueta que nos ocupa, acusándola de monotonía, insuficiencias, pobreza literaria. Pasa algo parecido a lo que sucede en el mundo de la gastronomía. La cocina popular sucumbe ante la presión de la sofisticación de la cocina de élite por un lado y la transcultura industrial por otro. Pero con frecuencia la sencillez y el ingenio de muchas recetas que surgen de la pobreza de medios e ingredientes no tienen nada que envidiar a los sofisticados inventos de la cocina de los ricos. El realismo social se caracteriza por la escasez de artificio y la subordinación del relato a la necesidad de transmitir unos valores, unas experiencias, una empatía culturalmente sepultados. Ha de ser, por tanto, una literatura sencilla y directa, plenamente accesible, lo cual con frecuencia exige mucho ingenio e imaginación y no excluye un cierto nivel de experimentación literaria.
La verdadera historia de Matías Bran
La escritora Isabel Alba ha visto publicada hace unos meses su primera novela, la primera entrega de una trilogía que promete y que ha titulado “La verdadera historia de Matías Bran”. Cumple con creces con las exigencias de una literatura consagrada a dar voz a los clamores apagados por la conjunción del tiempo y un atronador dominio cultural de los más fuertes. “El recinto Weiser” es un relato acerca de una revolución que nunca debió olvidarse, la húngara, allá por la primera guerra mundial. La autora consigue disolverse en la reconstrucción de un mundo que sigue vigente, el de la clase obrera que toma conciencia y lucha contra el sistema que la exprime y la machaca. Nada convencional en sus planteamientos narrativos, esta novela apela a la imaginación y la empatía de cualquiera con una eficacia extraordinaria, hasta el punto de que supera ampliamente la etiqueta de novela histórica. La potente historia de dignidad y lucha que construye apela al presente, es tan actual que los personajes se viven con inusitada cercanía. Están llenos de verdad, de una verdad hercúlea, muy necesaria ahora y siempre.
Todo el relato nace de una maleta, el único legado de Matías Bran cuando muere en la actualidad en su piso de Madrid. Cada uno tiene su maleta, me decía hace poco un buen amigo. En la maleta de Bran se esconden la sensibilidad y el bagaje de la autora. Me pregunto qué experiencias, qué biografía es la que le permite esa cercanía con esos personajes que reposaban en las catacumbas de la Historia; cómo se le ha formado ese espíritu capaz de resucitar tan vivamente un mundo tan cercano, tan necesario en los tiempos que corren, a la par que tan lejano. Queremos seguir leyendo, vaciando la maleta de una trayectoria que en el primer libro desemboca en España de una manera inquietante y sintomática.
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