Los
movimientos de base territorial, rurales y urbanos, integrados por
indígenas y afrodescendientes, campesinos y sectores populares, jugaron
un papel decisivo en la resistencia y deslegitimación del modelo
neoliberal. Desde sus territorios lanzaron formidables ofensivas que
abrieron grietas en el sistema de partidos sobre el que se asienta la
dominación y modificaron el escenario geopolítico regional. De modo
directo e indirecto, influyeron en lo local, lo nacional, regional y
global.
Han
jugado y jugarán también un papel decisivo en la construcción de un
mundo nuevo. Si ese mundo, como señala Immanuel Wallerstein (La
Jornada,12 de enero de 2013), será el resultado de una infinidad de
acciones nanoscópicas, las pequeñas mariposas capaces de construirlo
habitan territorios en los que resisten y en ellos pueden construir
relaciones sociales diferentes a las hegemónicas. No es con
manifestaciones ni declaraciones, por más masivas y necesarias que sean,
como se crea el socialismo, sino con prácticas sociales en espacios
concretos. Territorios en resistencia que son a la vez espacios en los
que va naciendo lo nuevo.
Hasta ahí, son temas
que hemos venido debatiendo en los últimos años. El capitalismo puede
ser derrotado si somos capaces de expropiarle los medios de producción
(y de cambio) en un largo proceso. Pero la cuestión no se agota allí. El
sistema aprendió a desorganizar, diluir, cooptar y aniquilar por la
fuerza (todo junto, no una u otra acción) a los sujetos nacidos y
arraigados en la resistencia territorial. La combinación de fuerza bruta
(militar y policial) con políticas sociales para combatir la pobreza es
parte de esa estrategia de aniquilación.
Ante
esta situación compleja y difícil, crece la tentación de replegarse de
los territorios en los que nacieron múltiples sujetos colectivos,
buscando lugares más propicios donde seguir creciendo. A veces se
apuesta por lo sindical, otras a lo estudiantil y en otras por lo
electoral. Un debate de este tipo atraviesa sobre todo a movimientos en
Argentina, Chile, Paraguay y Perú, aunque está presente en casi todos
los países.
Es cierto que lo territorial por sí
solo no alcanza. Que debe incluir formas diferentes de hacer política
donde la gente común decida y ejecute; que hace falta crear formas de
poder distintas a las estatales; que para garantizar la autonomía
territorial es imprescindible asegurar la sobrevivencia material, o sea
salud, educación, vivienda y alimentación para todos y todas.
Pero
no podemos olvidar que los territorios son claves para la lucha por un
mundo nuevo por dos razones, digamos, estratégicas: se trata de crear
espacios donde podamos garantizar la vida de los de abajo, en todas sus
multifacéticas dimensiones; y porque la acumulación por despojo o guerra
–que es el principal modo de acumulación del capitalismo actual– ha
convertido a los movimientos territoriales en el núcleo de la
resistencia. La mutación del capitalismo que conocemos como
neoliberalismo es guerra contra la vida.
A
ellas se podría agregar un tercer argumento: sólo es posible resistir
enlas relaciones tejidas en torno de valores de uso, ya sean materiales o
simbólicos. Si sólo nos movemos en las esferas de los valores de
cambio, nos limitamos a reproducir lo que hay. Cerrados los poros de la
vida en las fábricas por el posfordismo, es en los territorios, barrios,
comunidades o periferias urbanas donde –aun esos mismos trabajadores–
se vinculan entre sí en formas de reciprocidad, ayuda mutua y
cooperación que son relaciones sociales moldeadas en torno del
intercambio de valores de uso.
No es una
cuestión teórica y por lo tanto sólo se puede mostrar. Se conoce y se
practica, o no se entiende. Resistir hoy es proteger la vida y construir
vida en territorios controlados colectivamente. El punto es que si
abandonamos los territorios, ganaron los de arriba. Y en este punto no
hay dos caminos. Sólo queda hacerse fuertes y autónomos allí,
neutralizando las políticas sociales que quieren destruir lo colectivo
salvando al pobre individualmente.
El pueblo
mapuche resiste desde hace cinco siglos aferrándose a sus territorios.
Así derrotaron a los conquistadores españoles, y en ellos se repusieron
de la derrota que les infligió la República criolla en la guerra de
exterminio conocida como Pacificación de la Araucanía en la segunda
mitad del siglo XIX. En sus territorios aguantaron el diluvio de la
dictadura pinochetista y las políticas antiterroristas de la democracia,
debidamente condimentadas con políticas sociales para someter con
migajas lo que no pudieron con palos.
No es la
excepción sino la regla. Chiapas, Cauca, Cajamarca donde se resiste el
Proyecto Conga, Belo Monte, El Alto o el conurbano de Buenos Aires,
entre muchos otros, muestran que la combinación de guerra y
domesticación son los modos de esterilizar las resistencias. Lo que
diferencia esos territorios es que allí existen los modos de vida
heterogéneos sobre los cuales es posible crear algo distinto a lo
hegemónico. No nos engañemos: esa posibilidad no existe hoy ni en las
fábricas ni en los demás lugares donde todo son valores de cambio, desde
el tiempo hasta las personas.
Por eso las
políticas sociales se han territorializado, porque los gestores del
capital percibieron que allí venían perdiendo pie ante el nacimiento de
sujetos integrados por los que no tienen nada que perder: mujeres,
hombres y jóvenes sin futuro en este sistema, aquellos que por el color
de su piel, su cultura y su modo de ser no tienen cabida en las
instituciones, ni siquiera en las que se reclaman de izquierda o
defensoras de los trabajadores. Allí sólo existen comorepresentados, o
sea como ausentes.
No hay alternativas al
trabajo territorial, ni atajos para hacer más corto y soportable el
camino. La experiencia reciente muestra que es posible doblegar el cerco
del sistema contra nuestros territorios, superar el aislamiento,
sobrevivir y seguir adelante. Persistir o no, es una cuestión de pura
voluntad.
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