Es un hecho que en las cárceles españolas la muerte se hace presente demasiadas veces; la enfermedad mental afecta a más de 18.000 personas y las drogodependencias al 50% de las personas internas en prisión.
Resulta, cuando menos, muy preocupantes, yo diría que escandalosos estos datos que la realidad actual de las cárceles españolas nos presenta.
“Recordar que la Administración ostenta un singular deber legal de aseguramiento de la vida y de la integridad física y psíquica por parte de quien ejerce una función de custodia”, (“Otro derecho penal es posible, documento 2º”). Este recordatorio contrasta con la realidad de la muerte casi permanentemente en las cárceles del Estado, con el número de personas enfermas mentales absolutamente inadmisible, y con el tanto por ciento preocupante de personas dependientes y consumidoras de estupefacientes.
Me resultan imprescindibles y necesarias estas reflexiones, ante hechos que se repiten lamentablemente con demasiada frecuencia. ¿Cómo es posible que permanezca en un Centro Penitenciario una persona enferma de SIDA en fase terminal; o un enfermo en fase de postración con una enfermedad sin solución, como el cáncer; o un enfermo mental; o un consumidor habitual de drogas, incluso hasta llegar a fallecer en el Centro?.
La humanización y los Derechos humanos que esta sociedad dice defender deberían hacerse realidad constante y eficiente en el tratamiento de tantos y tantos casos que exigirían que estas personas estuvieran en los mejores lugares para un adecuado tratamiento, o en el ámbito del cuidado familiar, si estamos hablando de personas en situación de sufrir enfermedades en fase irreversible.
Entre los años 2.000 y 2.008, según fuentes de la S.G.I.P, y que recoge el libro “Andar un Km. En línea recta”, fallecieron por diversas causas más de 1.500 personas en las cárceles españolas, de las cuales llama poderosamente la atención de que sólo en 2.008, 94 fallecieron por sobredosis o por SIDA.
En este mismo libro afirman sus autores que, “en las cárceles no hay ni la adecuada asistencia sanitaria, ni sobre todo la asistencia en materia de salud mental que la prevalencia de trastornos mentales en prisión exigiría”.
La anterior Secretaria General de Instituciones Penitenciarias llegó a afirmar que las cárceles españolas estaban llenas de pobres y enfermos mentales.
El Observatorio Europeo de las Drogas y Toxicomanías calcula “que en España la población reclusa que presenta problemas de consumo de sustancias ilegales supera el 50%. Lo que equivale a más de 25.000 personas drogodependientes en prisión”.(XV Congreso Políticas Sociales para abolir la prisión).
En este mismo informe del Congreso, dice que, “la demanda de droga va en aumento dentro de las prisiones, siendo difícil el control de la oferta por razones sanitarias y estructurales”; Y continúa, “la prisión como espacio cerrado y aislado activa el contagio de conductas y estrecha la relación entre prisión y drogas”.
En este mismo informe se recoge que “Instituciones Penitenciarias estimaba un 25,6 % de población presa con diagnóstico psiquiátrico y de trastornos de personalidad”.
De esta manera las cárceles se han convertido en psiquiátricos sin serlos.
A esta tremenda realidad me surgen preguntas como, ¿Por qué alguien que no puede responsabilizarse de su delito, debe pagar por él?. ¿No es sintomático el número de muertes dentro de las cárceles para considerar la ineficacia de los procesos utilizados con personas en situaciones agudas y de trastornos graves? ¿No debe replantearse la política del sistema penitenciario ante la ineficacia en estos casos? ¿Qué pensar desde estos casos, demasiados, ante el coste de una persona presa, más de 40.000 € al año, y la falta de capacidad de respuesta?.
Probablemente el Sistema de seguridad carcelaria que apoyamos con tanta fuerza desde la sociedad de manera indiscriminada, debiera considerar algunas propuestas urgentes como, ningún enfermo mental o crónico en la cárcel; que la sanidad penitenciaria pase a ser gestionada en su totalidad desde el Sistema Público de salud, tal como está contemplado, pero no hecho efectivo; que la drogodependencia pase a ser considerada como una enfermedad para ser tratada desde el sistema Público de Salud y no desde los Servicios Sociales; o que casos extremos sean tratados de forma especial con los tratamientos adecuados fuera siempre de las propias cárceles, evidentemente, no preparadas para estos tratamientos.
Muchos pasos habrá que dar y muchos medios hay que comprometer, pero nunca se debe renunciar a actuar y a utilizar los medios y las herramientas más adecuadas para procurar humanización.
Emiliano
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