26 de enero de 2012

Mañana viernes a las siete de la tarde en el Centro Alcazava de Merida, se presenta el libro, para la reflexion y la lucha, para enfrentarnos a una epoca grosera, que le llaman crisis:"LA HUELGA MAS LARGA".

A las siete de la tarde en el Centro Alcazaba de Merida, se presenta el libro, para la reflexion y la lucha, para enfrentarnos a una epoca grosera, que le llaman crisis:"LA HUELGA MAS LARGA".

"Las esquinas con sus nombres: ni reyes, ni roques, ni santos, ni frailes" Que las agüitas vuelvan a su cauce… A Joaquín Vega le gustaba esa mariana de José Menese. Algunas noches, cuando el cansancio y la alegría se hermanaban, se arrancaba a cantar en la caseta de Horacio o en el bar del Cabezón…
Fragmento de “La huelga más larga”. Capítulo 1
Las esquinas con sus nombres: ni reyes, ni roques, ni santos, ni frailes
Cuándo llegará el momento
que las agüitas vuelvan a su cauce,
las esquinas con sus nombres:
ni reyes ni roques,
ni santos ni frailes

                     Letra de Francisco Moreno Galván, cantada por José Menese  


Que las agüitas vuelvan a su cauce… A Joaquín Vega le gustaba esa mariana de José Menese. Algunas noches, cuando el cansancio y la alegría se hermanaban, se arrancaba a cantar en la caseta de Horacio o en el bar del Cabezón…
Joaquín murió en agosto de 2010. Un ataque al corazón se lo llevó por delante en Tarrasa, donde acabó viviendo con su familia tras rodar por obras y ciudades de Canarias y Cataluña. El paro le fue hundiendo y aislando hasta acabar con él. “El paro mata”, habíamos dicho tantas veces, conocedores de su función revocadora de vida, sabedores de su condición asesina.
En el año 2005 empezamos a rumiar la escritura de un libro sobre la huelga de los yeseros de Badajoz, la huelga más larga. Había ocurrido muchos años antes, en 1988, y aunque los aparatos sindicales y políticos se empeñaban en enterrar o domesticar su simple recuerdo, la memoria de la huelga surgía nítida, con el aura de lo insólito, con la fuerza de lo legendario. Cinco meses de huelga: hasta donde alcanza nuestro conocimiento, la más larga de la historia de Extremadura. Y, sin embargo, ni una palabra en los anuarios o crónicas del periodismo y del sindicalismo oficial: habían borrado cuidadosamente cualquier rastro de la huelga, sepultada como tantos otros acontecimientos “anómalos”, bajo toneladas de información rutinaria y de cargante incienso ofrecido al poder y sus delegados.
La letra sabia de Francisco Moreno Galván vuelve ahora bregando en el recuerdo de Joaquín. Las esquinas con sus nombres: ni reyes, ni roques, ni santos, ni frailes…Toda una filosofía de la historia, aprendida en la calle y en las obras, se resume en esas palabras-relámpago. La Historia como una pertenencia más del poder, grabada a fuego en las esquinas de las calles, montada a caballo en las avenidas y parques, adornando con modernas cartulinas de colores las paredes escolares. Por todos lados, reyes, príncipes e infantas, generales y validos, delincuentes con corbata y notables hombres de cultura, ilustrando y, al mismo tiempo, advirtiendo a los tentados de rebelión, sobre las jerarquías de este mundo.

Este libro es también, como ese cante con el que se dolía Joaquín, un hacha de guerra. Un hacha de guerra contra la historia dominante, contra el olvido, contra el poder. Un libro de historia obrera, de memoria y de lucha.
Carlos Espada, siendo concejal del ayuntamiento de Badajoz, en 1984, propuso que una de las calles de la ciudad se llamara “María Chocho Loco”, en homenaje a María Agudo, una famosa prostituta de la Plaza Alta, argumentando que había iniciado en los secretos de la sexualidad y sofocado los ardores más íntimos a centenares de pacenses. Las gentes de orden se alborotaron ante aquella iniciativa irónica que escarnecía la mentirosa solemnidad contenida en la historia oficial de las grandes batallas y de los hombres insignes. Con sorna, aquel edil aventurero apuntaba a la suplantación sistemática, a la apropiación indebida del patrimonio común por parte de los amos de siempre.
Los triunfadores rotulan el callejero y escriben la historia misma como si  ambos fuesen “una propiedad privada más, cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas”1. Donde la gente dice plaza nueva o calle cantarranas ellos graban el nombre de santos, conquistadores y hombres de empresa. Arrogantes, expulsan de la Historia la vida cotidiana, las costumbres y el lenguaje de los comunes. Soberbios, ni siquiera advierten que, como recordaba Lucien Febvre,  “la aparición en los hogares de la luz eléctrica fue un acontecimiento histórico mucho más importante que tal congreso diplomático de soluciones efímeras”. Frente a la lógica comunitaria y a la humildad de los de abajo, los vencedores oponen su sueño oligárquico, el de “cristalizar la historia, detener el tiempo y convertir el pasado en perspectiva”2.
“Los hechos hablan por sí solos”, nos dicen continuamente sus cronistas oficiales, los funcionarios de la Historia. Pero, “es falso, por supuesto. Los hechos sólo hablan cuando el historiador apela a ellos: él decide a qué hechos se da paso, y en qué orden y contexto hacerlo”3. Han levantado la noción de objetividad como una empalizada insalvable, como el resguardo de esa historia de parte. “El ideal de objetividad fue la roca sobre la que se edificó la profesión de los historiadores, su continua razón de ser”4, afirman. La fidelidad a la objetividad histórica es la patraña a la que se acogen los vencedores de todas las épocas. La idea de una Historia omnisciente y ecuánime es una ilusión que oculta la narración de clase, la legitimación de los poderes presentes.

Y de la mano de la épica servil llega y se asienta el corporativismo de la casta histórica. “No conozco nada que me cause más náusea que una de esas “poltronas objetivas”, que uno de esos perfumados gozadores de la historia, medio curas medio sátiros (…) No soporto a todas esas chinches coquetas, cuya ambición es insaciable en punto a oler a infinito, hasta que por fin lo infinito acaba por oler a chinches; no soporto los sepulcros blanqueados que parodian la vida; no soporto a los fatigados y acabados que se envuelven en sabiduría y miran “objetivamente”. Chinches coquetas pontificando desde sus poltronas objetivas, intentando borrar las huellas del lugar desde el que miran, del momento en el que están, del partido que toman.

La exactitud de los hechos, el pasado inamovible, la consistencia inapelable de los archivos oficiales, la jerarquía de las fuentes históricas, “los venenos de la rutina erudita y del empirismo disfrazado de sentido común”,  constituyen el entramado ideológico y corporativo dirigido a blindar “el principio regulador de la objetividad”6. Toda una tramoya destinada a enmascarar la genealogía de la intriga, esa rapiña del pasado que conocemos con el nombre de Historia.
De ese modo, frente a la imposible “Calle de María Chocho Loco”, se alza el gigantesco burdel del historicismo, el proxeneta embaucador del “hubo una vez”. “¿Con quien empatiza el historiador historicista?”, se preguntaba Walter Benjamin. “La respuesta resulta inevitable: con el vencedor. Y quienes dominan en cada caso son los herederos de todos aquellos que vencieron alguna vez”7.

Bastaría con ojear el callejero o mirar las estatuas que pueblan Badajoz o Mérida para comprobar las sólidas raíces del dominio. Ni rastro de los esclavos que hicieron el puente romano pero, eso sí, por todos lados las ofrendas a los emperadores Octavio Augusto, Trajano... Ninguna huella de la Germinal Obrera, de los anarquistas  fundadores de las luchas proletarias a principios del novecientos en la ciudad y pueblos de Badajoz; ninguna señal de que fue por estas tierras extremeñas donde se produjo la mayor insurrección jornalera del siglo XX, la ocupación masiva de tierras del 25 de marzo de 1936; por ningún sitio el reconocimiento a los republicanos asesinados en la plaza de Toros de Badajoz durante la espeluznante matanza, aquel infame 14 de agosto, pero, cómo no, todo un parque para honrar a la Legión, el cuerpo militar que ahogó en sangre la esperanza obrera y campesina. Ninguna pista en las calles o estatuas de Mérida  que evoque las huelgas clandestinas de los años 60 y 70 en la Corchera o  Carcesa pero, eso sí, una de las principales avenidas de la población para homenajear a José Fernández López, empresario favorito del régimen franquista y, a la sazón, el dueño de las principales industrias locales.

Entre los emblemas más representativos de doblez histórico podría figurar, sin duda, el monumento a la Guardia Civil en Mérida. Dos números del Cuerpo trasladan, en sus brazos entrelazados, a una abuelita, al modo de la infantil silla de la reina. Conmovedora estampa que, al parecer, trata de enfatizar “la misión humanitaria y protectora” de la Benemérita. Será difícil encontrar en Extremadura alguna anciana que haya sido socorrida o transportada de modo tan tierno por los agentes armados, pero, por el contrario, sería muy sencillo dar con decenas de ancianos receptores de soberanas palizas por coger taramas del campo o aceitunas de rebusco por los suelos… ¿Quién contará la historia de la represión sufrida por los jornaleros y campesinos de Extremadura o Andalucía a cargo de los servidores del Duque de Ahumada? ¿Qué cuentan los historiadores extremeños de ahora? Como diría Alberti respecto de los poetas ensimismados,  “miran y cuando miran, parece que están solos”. Solos o con la única y perenne compañía del Poder y de la Academia.

La historia dominante acaba formando parte del paisaje. Donde ayer se decía Campo del Presidio o Parque de los Patos, ahora se dice, maquinalmente, Parque Castelar. Donde una vez se escribió valientemente Calle Francisco Ferrer i Guardia, hoy se lee Calle Héroes del Gurugú. La restauración del poder, mil veces repetida, se constituye en panorama. Juan Andrade, uno de los historiadores extremeños que no están encerrados en el oscuro subsuelo corporativo, nos advierte de que las ideologías hegemónicas “se diseminan por el entramado de la vida social, naturalizándose como hábito, costumbre o práctica espontánea”8. Nos vamos impregnando del hábito del olvido, de la rutina del sometimiento. Nos van convirtiendo en “borricos de noria”, como decía el cante de Joaquín. Borriquitos ciegos que, a pesar de dar vueltas y más vueltas, no dejan la orilla del río revuelto…

Ante nuestros ojos, el poder fabrica y moldea un pasado idóneo a los dogales del presente. “Aquí, hasta el pasado es impredecible”, decían con sorna los rusos que observaban cómo se recortaba y suprimía de las fotografías de la revolución soviética incluso a Trotski. Pero no sólo en Rusia el pasado era o es impredecible. La manipulación del pasado es una función cotidiana de los poderes; y ello es así, justamente,  por imperativo del presente. El pasado contribuye a cambiar y a ajustar el presente. Por eso, Mar Bloch decía que la historia, como “ciencia de los hombres en el tiempo” tenía la “necesidad de unir el estudio de los muertos con el de los vivos”.

De eso se trata aquí. De “comprender el presente por el pasado”9 o, mejor aún, dicho con las palabras proféticas de W. Benjamin, de “encender en el pasado la chispa de la esperanza”. Del mismo modo que ellos, los que mandan, abrochan su dominio en la ahorma sistemática del pasado, presentando como historia universal lo que no es sino su santoral de clase, nosotros, al redimir del olvido la huelga de los yeseros, hacemos retornar su memoria como voluntad de lucha.

           El hilo de la memoria se ovilla en el corazón

“Todo se hunde en la niebla del olvido/pero cuando la niebla se despeja/el olvido está lleno de memoria”10. Del olvido emerge el gesto nervioso de Antonio Valenzuela, el Oreja, al frente del piquete, poniendo el cuerpo, arriesgando, por los hijos, por los compañeros, por todos los que vinieron a este mundo a trabajar para otros. De la calima surge también Carlos Sánchez, el yesero más veterano, que parece recién escapado de Los Santos Inocentes, una vida breada, como tantas, por señoritos de toda condición, de ciudad y de campo. También, desde el “vago sótano del olvido”, se asoma Paco el Camarón, agigantándose frente a los desahucios del trabajo y del techo. Y aparece Joaquín, por último, resumiendo todo el coraje y toda la esperanza de estos fundadores de huelgas, la dignidad de los perdedores, el elemental orgullo de los que saben distinguir entre estar derrotado y estar en doma.  Este libro quiere ser una piedra de la honda contra el olvido, contra la amnesia programada, contra la férrea neblina que ningunea a los de abajo. 

Estas páginas hablan de la lucha de los yeseros de Badajoz, de su huelga insólita y de su resistencia posterior durante 23 años. Una huelga que empezó el 10 de agosto de 1988 y terminó el 4 de enero de 1989, la huelga más larga de la historia contemporánea de Extremadura. Esta revuelta obrera fue uno de esos acontecimientos que se salen del redil establecido por los poderes, una desviación del curso natural de la obediencia.  Pero la huelga de los yeseros no fue ni es singular sólo por su extraordinaria duración o porque diese por terminado el ciclo de la desmovilización que empezó en el sector de la construcción con la derrota de la huelga del 78. O porque rompiese con la maldición y el tabú de la huelga indefinida. La anomalía de esta lucha tiene que ver, sobre todo, con sus demandas y sus conquistas, con su forma de enfrentarse a la cotidianidad del destajo, con la suspensión parcial de uno de los dogmas capitalistas, el del mercado de trabajo. “A partir de ahora, los empresarios no podréis decidir quién trabaja y quién no trabaja, a quienes elegiréis en la lonja de contratación y quienes serán condenados al ostracismo, al paro o a la emigración. Vuestra regla de oro queda cancelada”.

Como ocurre con otras huelgas y luchas, en este caso no es el número de trabajadores lo que da relieve a la contienda. En Numax, a finales de los 70, apenas 300 trabajadores de una empresa dedicada a la fabricación y venta de ascensores, ubicada en Barcelona, sostenían una huelga iniciada por reivindicaciones salariales y que, tras un largo conflicto, terminaba con la toma y autogestión de la factoría. A lomos de la rebeldía fueron creciendo propósitos tales como la eliminación de categorías, la supresión de la división del trabajo manual e intelectual… La rebelión de los trabajadores de Sintel, ya en la década del 2000, es otro buen ejemplo de esta capacidad para saltar las bardas de la rutina reivindicativa, que desata un colectivo pequeño en número pero capaz de fundir unidad y arrojo. Los trabajadores de esta filial de Telefónica se enfrentaban a la lógica de la catarata, a la trama de precarización y subcontratación del capitalismo globalizado. Y también a la burocracia sindical, convertida en un perro mastín más de los amos.

Numax, Sintel o la lucha de los yeseros de Badajoz, son sólo algunas muestras de que el desafío es posible. Cuando los trabajadores toman conciencia de su fuerza empiezan a saltar los postigos intocables, las verdades inamovibles. Las categorías que blindaban la división entre los trabajadores estallan, el enredo de las subcontratas se obtura, la dictadura del tú sí, tú no, se termina. Cuando se combinan la rebeldía obstinada y la  inteligencia táctica, la voluntad irreductible y la sabiduría militante, entonces, se resquebraja el orden inmutable del capital, el “esto es lo que hay” del poder. Y se pone al descubierto que el capital es parasitario, que es el trabajo vivo la fuente creadora del valor, y que, como repetía una y otra vez Marcelino Camacho, “los trabajadores manuales e intelectuales son los que crean todo lo bello y útil que existe, sin lo cual la sociedad moriría”11. Sí, cada segundo es la pequeña puerta por donde puede colarse el tiempo mesiánico, la promesa de liberación...

Lo decisivo de la huelga y de la lucha de los yeseros no es, por tanto, la pelea por determinado porcentaje de incremento salarial. Ni, con ser importante, son tampoco los cinco meses tenaces lo que convierte a esta resistencia obrera en acontecimiento; es, además, su facultad para desafiar los preceptos del orden instituido, es “la insurrección de la mercancía”, la audacia de despojar a los patronos del control del mercado de trabajo, uno de los  instrumentos donde se origina el dominio y la acumulación del capital. Joaquín lo explicaba con orgullo: “Conseguimos el sueño de muchos viejos trabajadores, controlar las contrataciones; que no venga el patrón a decirme a mí si tengo que trabajar por bueno o por malo. Si no le gusta mi cara, pues que no me mire. Y si no me quiere hablar, que no me hable. Es lo que yo le decía a los compañeros: a nosotros nos da igual trabajar con el Pelón, con Antonio o con Juan, pero siempre garantizando el derecho a trabajar todos”. Los yeseros crearon una isla de autogestión obrera. Por eso, su ejemplo tenía y tiene que ser derrotado.

Pero, al fondo, mientras se escucha esta narración, seguro que alguno de los cachorros de la clase media repara, sabidillo, “sí, vale esto es muy bonito, pero son historias del abuelo cebolleta, del tiempo de Maricastaña”. Historias trasnochadas de una clase que ya no existe, de un mundo ya desaparecido. En el universo de ordenadores, internet y teléfonos móviles, estos relatos de obreros rebeldes suenan a arqueología, a antiguallas ideológicas. “Esta dictadura de los tiempos breves impone el régimen de un presente eterno hecho de instantes efímeros que espejean del prestigio de una novedad ilusoria y sólo están sustituyendo, siempre con más velocidad, lo mismo con lo mismo”12. El presente perpetuo convierte en antediluviano lo que ocurrió hace apenas un cuarto de siglo. Elogio de la incandescencia, alabanza de lo espasmódico, dictadura de lo efímero, son los signos y ritmos de nuestro tiempo. Deprisa, deprisa, nos dicen, y mientras tanto, la novedad apedrea a la originalidad y la actualidad a la memoria. “La actualidad te hace perder la memoria. Nunca sabes lo que pasó ayer. No sabes lo que pasó ayer, no entiendes lo que está pasando hoy”13.

Sin embargo, no pensemos que el juicio descalificador sería privativo de gentes ignorantes o fascinadas por las modernidades. No faltarían eminentes profesores universitarios a la hora de ayudar generosamente en el traslado de la memoria obrera al baúl de la historia: “La clase obrera y el movimiento obrero ya son historia. Una historia de aproximadamente  sesenta o setenta años, entre el final de la segunda década y los años ochenta del siglo XX. Una historia de la formación y transformación de una identidad colectiva que fue la clase”14. De la historia obrera a la historia social y de la historia social a la historia de siempre. Se montaron en el fabuloso globo del historiador inglés Edward P. Thompson y aterrizaron en la fábula del social-liberalismo. Se sirvieron de la crítica al doctrinarismo que hizo Thompson y acabaron recalando en un nuevo doctrinarismo: “el fin de los grandes relatos”, la muerte del sujeto, la disolución de la clase obrera… Pero tras “el fin de los grandes relatos” vino la dictadura del spot publicitario, la tiranía del instante. Y resplandeció la gran narración implícita, el capitalismo naturalizado, ascendido de producto histórico a realidad consustancial a la condición humana.

Se cierra el círculo. Por un lado, la milonga de lo efímero, el no hay historia, el camelo del nada es verdad o mentira-todo depende del cristal con que se mira. Por el otro, la historia aseada del poder. En los televisores y pantallas de internet, el presente perpetuo y la historia líquida. En las aulas escolares y los claustros universitarios,  las efemérides de los vencedores, con los ajustes y barnices “progresistas” que requiera la coyuntura. Marc Bloch lo entrevió allá por los años 30 del siglo XX, cuando aún estaba en mantillas la división académica del trabajo en el tratamiento y  la fragmentación del tiempo histórico: “Encontramos por una parte un puñado de anticuarios ocupados por una dilección macabra en desfajar a los dioses muertos; y por otra a los sociólogos, a los economistas, a los publicistas: los únicos exploradores de lo viviente…”15. La historia necrófila a un lado, los rastreadores de la economía libidinal, al otro. Desde entonces, la distribución estratégica de funciones no ha hecho más que crecer, poniendo en pie nuevas profesiones y corporaciones, garantes del extrañamiento mutuo entre el pasado y el presente. En nuestros días, una inesperada pero sólida alianza entre posmodernismo y nuevo historicismo se convierte en ideología dominante. La experiencia y la espera se borran en beneficio del capitalismo como última y gloriosa estación de la Historia...

Pero volvamos de los circunloquios históricos a nuestros yeseros. Principios de enero de 2011, Oficina de empleo de San Roque, en Badajoz. Arrecia la crisis y un grupo de yeseros desempleados está repartiendo octavillas entre los desocupados que van congregándose, llamando a crear una asamblea de parados. “Ahí tenemos a los monos”, dice un compañero al lado, señalando el furgón. Son las ocho y cuarto de la mañana y la oficina aún no ha abierto sus puertas, pero la lechera de la policía ya vigila al grupo, como si se tratara de una peligrosa banda de delincuentes. “Joder, no podemos hacer nada. En cuanto nos movemos, en las obras o fuera de las obras, la policía nos pisa los talones”. Dicen que la clase obrera ha muerto pero, por si acaso, mandan a algunos de sus centinelas a certificar la defunción, no vaya a ser que al muerto le dé por resucitar. Los yeseros, a estas alturas, han perdido una parte sustancial de lo arrancado en la huelga del 88, y fuera del gremio, también van cayendo una a una las conquistas obreras, el paro ronda las casas humildes y el capital se pavonea encima del cuadrilátero desierto, sin adversario alguno a la vista. Pero al fondo brillan los rescoldos de una candela antigua, una huelga larguísima que pasó ya hace muchos años, pero, aún susurra, en su débil eco, “nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia”…

Walter Benjamin escribió que para explicar históricamente el pasado había que “apoderarse de un recuerdo, tal como éste relumbra en un instante de  peligro”16. Los vencedores no han cesado de vencer. Una pavorosa regresión va abatiendo los derechos del trabajo, como la avanzadilla de una crisis social y ecológica de calado histórico. Los vástagos de las generaciones que hicieron temblar el capitalismo y arrancaron las mejoras elementales, van sufriendo en carne propia las nuevas heridas inolvidables. La joven que salió tarifando del instituto y ahora trabaja en el  McDonalds siente en el cogote el pinganillo y la voz  apremiante de la encargada, el calor asfixiante de la cadena de comida rápida, el ritmo infernal y el salario de risa; el trabajador de hostelería con 20 años de antigüedad en la empresa al que el patrón le propone un apaño bajo cuerda, “tú te vas sin indemnización y yo me comprometo por escrito a contratarte dentro de seis meses”; o los interinos, miembros del precariado global, condenados a buscar por todo el mundo un comprador al que interese arrendar su cualificada fuerza de trabajo, sus esmerados diplomas, sus títulos innumerables. Quizás, aquella huelga intempestiva tiene más actualidad de la que creían el joven de clase media y el historiador de la academia. Un recuerdo que brilla en un instante de peligro. Un susurro apenas audible: “Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra”.

Una crisis histórica que hace caer los escaparates de cartón piedra que ocultaban el saqueo. “No es crisis, es una estafa”, gritan los jóvenes en la calle. El capital pistolero hunde países y vidas para recomponer su tasa de ganancias. Al tiempo, el huevo de la serpiente vuelve a latir, presagiando fascismos y xenofobias de nuevo tipo, con rostros hasta ahora desconocidos. De la fortaleza de aquel movimiento obrero que soñaba con asaltar los cielos, apenas queda hoy la silueta, eso sí, mastodóntica, del sindicalismo oficial, apesebrado en el pacto social permanente. Y los usufructuarios de las instituciones obreras parece que quisieran entregar el pasado de luchas para construir con ellas los nuevos panteones, ahora en forma de fundaciones y archivos históricos. Pero el recuerdo de las resistencias brilla, sacudiéndose el peso de la resignación, del acomodo y del olvido.

Nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia.  Las verdades de poca apariencia van desgranando sus secretos innumerables. Brilla el recuerdo de acontecimientos pequeños, 6 meses de conflicto, 5 meses de huelga, 23 años de pulso sostenido, contra tirios y troyanos. “El verdadero protagonista de la historia es una muchedumbre de secundarios y, detrás o a través de ellos, la multitud anónima e hirviente de sucesos, destinos, movimientos y vicisitudes”17. Muchedumbre de secundarios del extrarradio, de las Ochocientas, del Gurugú, de Suerte de Saavedra, del Cerro de Reyes. Gentes corrientes sembrando luchas que nos sirven ahora para defendernos del individualismo ambiente, del corporativismo paisaje, del consumismo naturaleza.

 “En los andamios, por las rampas de tablones, suben hombres las piedras suspendidas del yugo que les asientan sobre la nuca y los hombros, sea por siempre alabado quien inventó la almohadilla de apoyo, fue sin duda alguien a quién le dolía. Son trabajos ya dichos, fáciles de referenciar por ser de fuerza bruta, pero la causa de su reiteración es evitar que olvidemos lo que, por ser tan común y de tan mínima arte, se suele mirar sin más consideración que aquella con la que distraídamente vemos nuestros propios dedos escribiendo, de modo que queda fácilmente oculto el que hace bajo lo que se hace”.

                   Memorial de Convento, de José Saramago
Los que hacen, ocultos bajo lo que se hace. Los anónimos, los nadie, los que no valen ni la mirada que los ignora. Y de entre los invisibles, la gente de obra. El obrero de la construcción como resumen de la invisibilidad del trabajo manual, como prototipo del mundo turbio,  de la fuerza bruta. Mano de obra. Simple mano. Irrepresentable de otro modo que no sea la sordidez o el costumbrismo. O la lucha por la supervivencia entre las razas del trabajo primario o la bonhomía chaplinesca de Manolo y Benito.

El trabajo manual, dice Zizek, es la pornografía contemporánea, lo prohibido, lo que no se ve o no puede verse en las películas y televisiones de nuestros días. El taller clandestino de los chinos, la obra de turnos interminables que hacen rumanos, marroquís o senegaleses.

Encarnado en los yeseros, este libro quiere ser, también, un homenaje a todos los obreros de la construcción. A sus luchas y a su verdad. Manuel Blanco Chivite enuncia ese sentido de lo que no engaña.

Sombra.
Patata.
Herramienta.
El árbol da sombra.
Me como la patata.
La herramienta no miente.
Sombra
Patata
Herramienta.

La herramienta no miente. La piqueta entreabre el mundo verdadero. La talocha es fiel a su promesa. La llana descubre y luce el ser. La herramienta no miente. El martillo trae su verdad trascendental y en la pastera madura la conciencia de la injusticia. Saber manual, saber de intemperies y madrugones, saber de la resistencia a capataces. Todo un arte de la resistencia que tan pronto levanta catedrales como funda sociedades secretas.

Y entre las verdades atesoradas en el tajo y en la revuelta de los yeseros, la autonomía de clase, la escisión obrera. Sin separarse de los que mandan, no hay solución. A la sombra de los pistoleros sólo hay supervivencia. La vida digna empieza más allá del capital. “Todo indicio de iniciativa autónoma de los grupos subalternos tiene que ser de inestimable valor para el historiador integral”18, apuntaba Gramsci. El plante de los yeseros marca la línea divisoria, evoca, como otras luchas ejemplares, la posibilidad de la emancipación social. En el envés, el laberinto de subcontratas urdido por las patronales es, antes que nada,  un intento de atrapar la permanente vocación de soberanía, la autosuficiencia obrera.

Hay una sabiduría de la subversión construida en millones de pequeñas resistencias e insurrecciones anónimas. “El sujeto del conocimiento histórico es la clase oprimida misma, cuando combate”19. La huelga de los yeseros fue uno de esos frutos que brota de la rebeldía. El cántaro de la competencia se rompió, justamente, allí, en la fuente donde era más impensable que quebrara, en el mecanismo perverso del destajo. Casi siempre, la singularidad del acontecimiento se genera donde menos se espera, fuera de toda inercia monótona.

Mercancía  que se niega a serlo. Mano de obra que se niega a ser reducida a mano. El mundo se aprende y se explica luchando. Del yeso a la construcción, de la construcción, a la clase obrera. De las heridas inocultables a la comprensión del mundo. Este libro habla de viejas palabras arrumbadas, escondidas, temerosas de ser convocadas: lucha de clases.
Memoria de la lucha de clases.  Pero decir memoria es ponerle nombre a las emociones. “El hilo de la memoria, aquel con que cosemos las historias de ayer con las de hoy y las propias con las ajenas, se ovilla en el corazón”20. La memoria, ovillada en el corazón, brotando en los subterráneos del olvido, abriéndose paso entre pretenciosas primicias de periódico, rompiendo el ostracismo de los aparatos. La experiencia de las luchas se encoge, parece que va a desaparecer y luego resurge de las cenizas, se reagrupan sus puntos dispersos de resistencia, plantan cara. Viene la memoria y sopla los rescoldos ateridos. Obreros desgarrando el telón tramposo de los que mandan, días que nos orientaron, luz para romper los cercos de hoy. De eso se habla aquí: de fundir memoria y rebeldía, de encender en las luchas del pasado las chispas que romperán los cercos del presente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario