Las alusiones a la Transición se han convertido en moneda corriente
en los últimos meses de agudización de la crisis que atravesamos, una
crisis que más allá de su eminente dimensión económica cabría calificar
de civilizatoria. Las alusiones al proceso que en la segunda década de
los setenta condujo de la dictadura de Franco al sistema constitucional
hoy vigente han cobrado la forma habitual de invocación a lo que se
supone fue el talante que allanó el camino de tan arduo trayecto: el
consabido “espíritu del consenso”.
Así, no son pocos quienes desde las atalayas mediáticas apelan “a un
gran pacto de Estado” como panacea para salir de la crisis y para cuya
cimentación habría que resucitar el citado espíritu de aquellos
maravillosos años. Lo que llama la atención es que de entre quienes no
se suman a este clamor no haya apenas quienes digan lo contrario, que
quizá haya sido el consenso fáctico de las últimas décadas entre las
élites políticas y mediáticas de este país el que, más allá de la
teatralización histriónica de diferencias vanas o de ciertas
discrepancias puntuales en torno a algunos valores cívicos, nos haya
arrastrado a la catástrofe que vivimos. Semejante unanimidad se ha
puesto de manifiesto en el culto a los dogmas neoliberales que
precisamente se consagraron en aquellos años en los que por aquí
andábamos transitando, elevados más tarde por unos y por otros a la
categoría de ciencia o de sentido común; hasta que hoy, vistos sus
efectos, quepa encuadrarlos más fácilmente entre las coordenadas de la
cerrazón ideológica y los intereses espurios.
La imagen más cándida de esta sintonía ha sido ver a los supuestos
antagonistas políticos flotando conjuntamente en el ensueño de la
burbuja inmobiliaria y financiera y jactándose al unísono, o cada uno
de ellos en el momento de su respectivo turno de gobierno, de los datos
del crecimiento económico que descansaba sobre una base tan volátil. La
sintonía también ha sido frecuente a la hora de aprobar las
privatizaciones o desregulaciones que hoy en día hacen difícil embridar
a la bestia desbocada de los mercados o en el respaldo sin fisuras a
los acuerdos o tratados que, de Maastrich a Lisboa, han conducido a
esta Unión Europea desvertebrada y postrada a los poderes fácticos que
hoy se pretende enmendar. La escena más elocuente de esta unanimidad se
produjo hace un año cuando los partidos mayoritarios y sus socios
habituales aprobaron una reforma de calado que limitaba
constitucionalmente el déficit público y facilitaba con ello la senda
de los actuales recortes. Curioso fue ver cómo de la noche a la mañana
se reformaba sin reparos la Carta Magna de 1978, el texto canónico e
inviolable de aquellos años ejemplares cuya suficiencia no había dejado
de afirmarse con extraordinaria beligerancia cada vez que alguien
sugería sus límites o la caducidad de alguno de sus aspectos.
Quienes ahora reclaman el espíritu de la Transición lo hacen
invocando una imagen idílica: la de unos dirigentes políticos con
altura de miras que estuvieron dispuestos a dejar a un lado las
desavenencias del pasado y sus discrepancias partidarias a fin de
favorecer el bien común. Pero la realidad fue mucho más pedestre y nada
tuvo que ver con lo que Habermas, el gran teórico del consenso,
llamaría “una situación ideal de habla”, aquella en la que todos los
sujetos en discusión gozarían de idénticos recursos y primaría la
voluntad de entendimiento del contrario. En primer lugar, conviene
recordar que no todas las fuerzas políticas cedieron por igual, sino
que, como es lógico, cada una lo hizo en función de su posición de
poder. Lo que no suele decirse es que esta posición de poder dependió
en buena medida de cómo había salido cada una de ellas de la dictadura:
si de los cómodos despachos de Estado franquista o de sus sórdidos
calabozos. Las alusiones a los resultados electorales de las primeras
legislativas de 1977 como fuente de legitimación de esa posición de
poder no pueden ocultar que todo el proceso estuvo condicionado por su
arranque, que éste no entrañó una ruptura democrática con la dictadura
y que ello hizo que la dictadura estuviera muy presente durante todo su
proceso de reemplazo. Lo que resulta innegable es que el chantaje
golpista cotidiano de una parte importante del ejército y de sus bases
civiles forzó la cohesión entre las fuerzas políticas y que este
chantaje fue rentabilizado por algunas de ellas en las negociaciones
para amenazar a las contrarias con las calamidades que se desatarían si
no cedían en sus aspiraciones programáticas. También hubo, todo hay que
decirlo, quien en algún momento cedió gratamente por la satisfacción de
pasar de paria en el exilio a ser reconocido públicamente como hombre
de Estado. En cualquier caso, quienes añoran los acuerdos de aquellos
años parecen ignorar (espero que no añorar) el miedo que los indujo. A
quienes hoy trazan un paralelismo entre la gravedad de las
circunstancias de entonces y las de ahora para justificar un consenso
se les podría escapar sin quererlo otro paralelismo entre el ruido de
sables de entonces y los ecos de la Espada de Damocles de la famosa
“Troika” en la actualidad, lo cual nos llevaría a reflexionar sobre
cuánto hemos avanzado en estas décadas en términos de soberanía y
democracia.
La transición ha operado como el mito fundacional de nuestro actual
sistema político, por eso llama la atención que se la invoque con tanta
frecuencia cuando las bases socioeconómicas de este sistema están en
descomposición y cuando su aparato institucional, desde el poder
judicial a la Jefatura del Estado, permite escándalos de tal
envergadura que hasta traspasan el denso blindaje mediático con que se
los ha protegido. Los maestros de la historia nos han enseñado que los
relatos sobre el pasado funcionan con frecuencia como una celebración
encubierta del presente y que desde ese presente celebrado se presentan
como regresivas o quiméricas todas las alternativas que se opusieron a
su desarrollo. Ese ha sido el caso de muchas narraciones sobre la
transición, orientadas a decirnos lo felices que debíamos sentirnos por
vivir en una monarquía parlamentaria y en una Europa capitalista, y esa
ha sido la actitud hacia las opciones políticas que apostaron por
caminos alternativos, desprestigiadas desde un paternalismo
condescendiente o una supuesta superioridad intelectual que cuesta
trabajo reconocer como tal. Por eso a medida que el presente se vuelve
más amargo vienen haciendo aguas esos relatos tan empalagosos de la
Transición. Por eso aquellas opciones alternativas desprenden cada vez
más racionalidad cuando se comparan con el cataclismo al que nos ha
conducido el centrismo y la moderación, eufemismos del fanatismo
constitucional y el radicalismo de mercado.
Pero también frente a esas visiones hagiográficas de la Transición
ha proliferado una contrafigura crítica a veces sesgada que sitúa la
fuente de todos los males actuales en aquel pecado original y presenta
el proceso de transición como un mero cabildeo entre élites políticas
presionadas sólo por arriba. Esta visión absuelve de toda
responsabilidad al PSOE y al PP de sus 30 años de gobierno y obvia la
dinámica de la globalización neoliberal que ha hecho de la crisis una
crisis mundial y sistémica en la que el poder financiero ha venido
confiscando la soberanía de las pocas instituciones susceptibles de
control democrático existentes a nivel nacional, sin construirse otras
europeas o internacionales donde pudiera ejercerse ese control. Pero lo
peor de esta visión es que desprecia la influencia determinante
ejercida contra la dictadura por los movimientos sociales y sus
idearios políticos, que, con su presión desde abajo, fueron el
verdadero motor del cambio democrático. Creo que es ahí, en el
excedente utópico que todavía rezuman, en el que cobra sentido invocar
la ejemplaridad de los años de la Transición para reconstruir hoy las
bases de la democracia y la justicia social desde proyectos de
emancipación que habrá que actualizar, y para hacerlo, sobre todo, sin
miedo.
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