GUILLERMO RENDUELES, PSIQUIATRA Y ENSAYISTA
El relato de Shekel Algo Gratis actualiza el cuento clásico sobre el genio de la botella que ofrece realizar tres deseos a su propietario. En este caso el genio se actualiza convertido en una máquina, pero se conserva la oferta de hacer realidad los deseos de su cliente. Éste pide sucesivamente tres millones de euros, un castillo lleno de voluptuosas amantes y una salud de hierro que conduzca a la inmortalidad.
Al final de esa bacanal consumista, aparece ante nuestro héroe un acreedor implacable –la bruja Austeridad– que le pasa la factura por los servicios recibidos. La historia termina con nuestro imprudente deseante –sin tiempo para gozar sus posesiones– enviado a una cantera donde debe ganar el dinero con el que pagar sus deudas. Las innumerables versiones del cuento tienen la misma moraleja: desconfía de tus deseos sobre todo cuando un poder desconocido se ofrezca a cumplirlos gratis. El capitalismo postmoderno funciona como esa máquina que crea –satisface– deseos para cobrarlos a posteriori. Sus diseñadores la llaman economía de mercado y su secreto, como el del demonio de la botella, es conocer la incapacidad de los humanos para comportarse con sus deseos como un elector racional.
El duende de la burbuja recorrió España durante la década de la prosperidad disfrazado bajo el nombre de crédito y repitió de nuevo el juego. Lo que llamamos crisis no es sino el tiempo en que toca pagar y lamentarse por las trampas del juego. De aquel autorelato biográfico cínico –obedecía al banco, sí, pero votaba socialista–, la quejumbrosa población española está siendo dominada por un miedo que amenaza actualizar los pánicos de antaño. Como tantos otros sentimientos, los miedos no nacen en lo íntimo y se generalizan en lo social sino que se interiorizan desde la Historia. Jean Delumeau hace un apasionante relato de los Miedos de Occidente: las brujas, el milenio, la Revolución Francesa, la maquina de vapor, desencadenaron pánicos colectivos que se interiorizaban como angustias personales.
En la actual crisis socioeconómica española el miedo se plasma en varios híbridos sentimentales que presiden nuestro imaginario colectivo y paralizan la acción transformadora. En los jóvenes, el miedo se combina con un resentimiento contra la herencia recibida y se traduce en el reproche contra el pensionista o el emigrantes percibidos como gorrones despilfarradores que hipotecan su futuro. El miedo del precariado al futuro difícilmente se contiene por alguna solidaridad transgeneracional. El joven en precario no tiene ninguna cita que recoger del viejo sindicalismo que dejó un desierto industrial tras de sí y no luchó por el futuro.
EL GRAN PÁNICO POSTMODERNO, EL DENOMINADOR COMÚN, ES LA POBREZA. “YO SOY DE CLASE MEDIA” ES LA RESPUESTA DE LA INMENSA MAYORÍA DE LA POBLACIÓN
El miedo en los viejos se mezcla con la incredulidad por la pérdida de derechos. Pensaron que tenían derechos tan reales como sus pulmones y descubren de repente los ambiguos significados de tener. Durante la prosperidad, esta capa de población madura experimentó sentimientos de seguridad similares a los del espectador: aunque las negras tormentas de la historia arruinasen América o África, en la vieja Europa se envejecía plácidamente.
Comprobar que los derechos se pierden y que el futuro es inseguro, produce en ellos un miedo-ceguera traducido en una racionalización negadora: temo perder mis derechos pero al final todo irá bien y los agoreros carecen de razón. El gran pánico postmoderno, el denominador común, es la pobreza. “Soy de clase media”, es la respuesta de la inmensa mayoría de la población a todas las encuestas sobre conciencia de clase. El miedo a quebrar esa identidad genera en la multitud el híbrido miedo-vergüenza: “yo que creía tener el futuro asegurado, me despierto con el riesgo de quedar en la calle”.
El alter ego identitario de esa clase media fue el minibroker que, pidiendo créditos, participaba de los beneficios financieros de la burbuja. Pasar periodos de pobreza fue antaño una realidad tan habitual para la clase obrera que no producía vergüenza. Hoy la pobreza es cosa de tontos o pusilánimes a despreciar. De ahí que el miedo a empobrecer se mezcle con la vergüenza: cuando no se pueden pagar las hipotecas hay que ocultarse de la mirada inmisericorde de los vecinos. El paro, cuando deja de ser un estado pasajero, totaliza una biografía de perdedor que crea una multitud de solitarios.
Y en esa multitud el miedo crónico produce impotencia. Los azares económicos transforman realmente la vida en el autorelato lleno de furia y sinsentido del que nos advirtió Macbeth. Por eso, a la pregunta sobre si la crisis se resuelve con la lucha colectiva se responde con un ‘no’. Por supuesto que los viejos sentimientos de lealtad-compañerismo se habían agostado mucho antes de la crisis por el proceso de individuación. Las relaciones del trabajo precario rompieron las relaciones salariales y los sentimientos de pertenencia a un colectivo. Los conflictos de clases se transformaron en un escenario de ‘yoes’ peleando por un mercado escaso. La crisis está transformando los restos del ‘nosotros obrero’ en una especie de guerra entre los pobres donde se sataniza al de más abajo como competidor por los restos del trabajo. Benjamín nos advirtió de que bajo el capitalismo nunca se está lo suficientemente asustado para no transformar el miedo en un vacua espera optimista de que cambie el ciclo. Por ello, ese miedo no necesita consuelo, sino razones que lo transformen en indignación. De la desesperanza con las soluciones de políticos o expertos, parece emerger una masa crítica con esperanzas hasta ahora inadvertidas de transformación social.
DESDE LA INDIGNACIÓN, LA RAZÓN COMÚN PUEDE CORTOCIRCUITAR LOS VIEJOS TÓPICOS QUE AFIRMAN QUE SÓLO DEBE TENER SALARIO QUIEN TRABAJE
La indignación transforma el miedo, alejándolo de la posición del “yo no lo puedo aguantar” para localizar las causas de la desgracia, desenmascarar trampas y urdir fraternidades que peleen por lo común. Desde luego que las protestas protocolizadas de la socialdemocracia o la entrega a un populismo derechista puede llevarnos a perderlo todo, privatizando totalmente lo común, condenándonos al “sálvese quien pueda” de una existencia abstracta y vagabunda. Pero también desde la indignación, la razón común puede cortocircuitar los viejos tópicos que afirman que las deudas deben pagarse, o que sólo debe tener salario quien trabaje, para empezar pidiendo una renta básica sin contraprestaciones o una defensa de los bienes comunes que posibiliten unas biografías sosegadas que, al no temer por la subsistencia, puedan distanciar los señuelos que, como deseos, les ofrece el mercado.
La paradoja de la máquina cumplidora de deseos ha sido protocolizada como test por los hermanos Strugatski, comprobando el escaso número de quienes aciertan a resolverlo con justeza: frente al horror de ver morir a todos nuestros allegados si se cumple el deseo de inmortalidad, hay que pedir un deseo de que vivan todos para evitar las consecuencias no queridas. Lo consolador es que la mayoría que responde como egoístas se indigna cuando el investigador les revela la solución colectiva: “¿Por qué no me lo dijiste antes?: yo también habría pedido el bien común”.
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